Hay un viejo chiste que muchos conocerán, y que siempre me ha encantado: el del niño que no habla y que tiene a todo el mundo preocupado. Seis años, ocho, diez… y no dice ni mú. Los médicos no le encuentra nada raro. Y un día, cuando el chaval tiene unos quince o dieciséis años y está comiendo con la familia prueba unas alubias, retira el plato y dice: «Están sosas». Todos lo flipan; y su madre emocionada exclama: «¡Cariño! ¡Pero si sabes hablar! ¿Por qué no habías dicho nada hasta ahora?». «Hasta ahora todo estaba bien». Y ésa es la cuestión. Si yo escribo un artículo que empiece diciendo que me he levantado de excelente humor, he conseguido no quemar las tostadas del desayuno, me he duchado y el agua caliente estaba en su punto, he salido a dar una vuelta por Bilbao y todo estaba precioso… ¿qué interés puede tener para nadie? Soy consciente de que hay gente que explota muy bien el lado positivo de la vida, que lo tiene, faltaría más; pero es que las cosas, cuando están bien, ya se dan por sentadas, que para eso curramos, pagamos impuestos, votamos (últimamente no paramos), y algunos incluso procuramos organizar historias para contribuir a la dinamización, si no del mundo entero, sí al menos de la de esta Villa de nuestras penas y glorias. Y siempre he pensado que el ejercicio periodístico consiste en contar las cosas como son, sin venderse a nada ni a nadie. Lo que está bien es lo que se espera. Y lo que está mal hay que decirlo. No para tocar las narices, al menos no es lo que yo pretendo, sino para intentar que se arregle. Y también existe el derecho al pataleo, cuando ves que algo ha ido más allá de todo arreglo posible, y que yo también ejerzo desde este blog bajo mi firma -lo que se llama un artículo de opinión- o desde facebook bajo mi perfil. Aunque sé que casi nada de lo que se denuncia en un medio sirve para nada; y los que tienen en sus manos arreglar los despropósitos no hacen ni caso. El otro día un amigo de Sevilla que siempre me lee, y que solía venir mucho a Bilbao, pero últimamente está muy decepcionado con cómo funciona esto (de hecho hace quince días se ‘subió al Norte’ y quedamos para comer en Laredo en lugar de en la capital del mundo), me dijo que debería firmar mis artículos como Don Quijote de la Villa. «Estás luchando contra molinos de viento, ¿lo sabes?». Lo sé. Y por si no estaba segura del todo -y aquí está la razón de todo este rollo que acabo de soltar- aun después de eso alguien me dijo que uno de los últimos artículos que escribí en este blog había enfadado a unos cuantos. No sé quiénes son, pero ya me enteraré cuando me los encuentre. Porque lo que sí sé es que a raíz de otra cosa que escribí hace poco (una verdad como un puño de gorda, por cierto) ya hay una persona que me ha retirado la palabra. Y esto lo he comprobado en vivo y en directo.
La Ley Mordaza va mucho más allá de la oficial que impuso el Gobierno: hay montones de pequeñas ‘leyes mordaza’ a nivel local que si bien no tienen consecuencias judiciales sí sirven para que a uno empiecen a mirarle mal, para que note que alguien ha dejado de saludarle u observe que ya no le llegan determinadas convocatorias. Y también está esa gente que siempre compartió tus puntos de vista, y un día te das cuenta de que en petit comité predica unas cosas y luego practica otras, y que poco a poco se ha ido pasando al lado oscuro, porque prefiere el reconocimiento social a ser consecuentes con sus ideas.
Me parece triste, y es el motivo por el que cada vez escribo menos: tengo esa sensación de estar dándome de cabezazos contra una pared. Con lo fácil que debe de ser llenar un par de páginas cantando las maravillas con que el Señor ha bendecido en los últimos tiempos a Bilbao.
Podría intentarlo. Veamos.
«Esta mañana he salido de paseo por Bilbao y he alucinado con la ciudad tan maravillosa que tenemos. El sol reverberaba con destellos de titanio sobre el Guggenheim, y el precioso paseo de Abandoibarra, con toda esa marcha que tiene, atraía a autóctonos y turistas por igual, todos encantados de lo dinámico que puede llegar a ser el hormigón, y flipando de gusto al ver el tráfico fluvial que convierte nuestra Ría en un enclave neurálgico de la Villa.
Por el centro he visto a comerciantes salir de sus tiendas a besar en los morros a los negros que venden en sus mismas puertas imitaciones de sus productos a precios de risa, porque saben que todos tienen derecho a vivir; y en el Casco Viejo he visto a hosteleros de bares de día salir a saludar a sus colegas, que flanquean y asfixian su local histórico con nuevas franquicias, sin importarles que les hayan quitado metros de terraza, o que puedan poner toldos de fachada cuando a ellos les han hecho quitar mesas que tenían en la calle, porque saben que aunque las de los otros no molesten las suyas sí; y comprenden que es justo, y quedan para cenar juntos al salir del curro, y se pegan por invitar. Y al anochecer en Abando e Indautxu he visto bares de copas en que los empleados explicaban amablemente a sus clientes que no pueden ponerles otro trago, porque los vecinos protestan, con todo el derecho del mundo, claro, porque alguno se recoge temprano; y guiris y villanos, que han sonreído comprensivos por la tarde cuando en las terrazas en que estaban un montón de niños chillaba a voz en cuello, golpeaba contra su silla con un patín, y alguno incluso ha estampado su copa de a seis pavos con un balonazo… vuelven a sonreír comprensivos, sabiendo que esto es lo normal en cualquier ciudad que se precie; y empiezan a dirigirse a sus aposentos, antes de que deje de funcionar el último transporte público, a ver qué dan en la tele o a ver qué entretenimiento ofrece su hotel.
Y así quedan las calles vacías para que la gran flota verde, la más grande de Europa, pueda limpiar lo ya limpio, lo que ha empezado a limpiar al mediodía, justo a la hora del aperitivo o de la comida -porque los clientes entienden que es la mejor hora para el trasiego de enormes y a veces malolientes camiones; y soportan agradecidos la molestia-, a pulir lo ya pulido y a desgastar lo desgastado, no vaya a ser que caiga por aquí de madrugada una invasión extraterrestre y pueda llegar a pensar que en esta ciudad hay algún signo de vida (inteligente o de la otra).
Bilbao es esa ciudad magnífica en la que si algún hostelero o comerciante se queja, en la que si algún habitante expresa su disconformidad con cómo están las cosas, es que es un amargado o tiene un problema personal; porque todos sabemos que en realidad vivimos en el País de las Maravillas.»
Pues no sé si me convence: creo que por esta línea tampoco voy a hacer amigos.
Pero sé que hay gente que prefiere ver determinadas cosas escritas, aun sabiendo que no son ciertas, o mejor no ver nada en absoluto, a tener que soportar la más mínima crítica en cuanto a su hacer, o en cuanto a lo que podría arreglar pero por desidia, partidismo o pura comodidad no hace.
Y que conste que, al contrario que el protagonista del chiste, siempre alabo la buena comida; pero tengo muy claro que jamás me cortaré si hay que decir que las alubias están sosas.