Septiembre es época de balances y previsiones. De cifras y porcentajes. De cómo ha ido el ejercicio desde primeros de año y de cómo se espera que termine.
Tras los balances de Bilbao Aste Nagusia de unos y otros ya nos hemos quedado convencidos de que esto es Disneylandia, y de que, aparte de un par de puntos negros que los entendidos pretenden solucionar en breve, tenemos las mejores fiestas del mundo. Que no digo yo que no. O que sí. O yo qué sé.
El último cómputo ha salido desde la oficina de Bilbao Turismo, a propósito de esa china en el zapato que tiene la Villa, y que es la afluencia de visitantes a nuestro otrora glorioso y hoy bastante maltrecho Botxo. Cifras estupendas y porcentajes al alza. Que si un aumento del 9% en esto, y del 4% en lo otro. Y que si ahora lo que mola, frente al viajero de traje y corbata, es el turista de bermudas y chancleta. Muy colorido, eso sí, y da a cualquier ciudad un aire muy internacional, desde que ese atuendo se ha convertido en uniforme para patear el planeta, independientemente de que uno vaya a ver una catedral en el centro de Europa, a tomarse unas ostras en la Grand Central de la calle 42 o a bañarse en una playa de Croacia.
Pero una cosa son las cifras y otra los hechos puros y duros. Y la propia experiencia. Desde Bilbao Turismo nos aseguran que se ha hecho una promoción importante en Sevilla y varias capitales andaluzas, y que «las buenas conexiones aéreas han facilitado el acercamiento». Pues no sé. A primeros de julio intenté pillar un billete de avión a Sevilla, y me encontré con que me hacían el transporte de ida y vuelta por más del triple de lo que me cuesta ir y a Londres y volver, y unos centimillos menos de lo que me salió el último viaje a Nueva York el año pasado. Eso sí: era algo más baratito si estaba dispuesta a comerme tropecientas escalas y tardar más o menos lo mismo que necesitaría para ir andando. Me lo curré al final con el Premium a Madrid y el AVE a Santa Justa. No sé si esto es lo que puede llamarse una buena conexión (y que no le pregunten lo de las buenas conexiones a mi hermana cada vez que quiere venir a Bilbao desde Granada). Es probable que alemanes y finlandeses lo tengan más fácil y asequible: pero aquí aún nos queda mucho por recorrer en el tema de ‘conexiones’. En diversos puntos de España suelen reírse de mí tras preguntar: «Ah, pero… ¿no tenéis AVE?».
Y luego está el transporte local. Metro Bilbao se apunta a todas la ralentizaciones de frecuencias posibles; y en puentes y festivos aplica el ‘horario domingo’. Seguimos sin transporte nocturno entre semana a ningún sitio; todo termina entre las diez y las once, y el que se lo quiera montar tiene que pillarse un taxi a millón (nunca entendí por qué se suprimieron las tarifas fijas a otros municipios y ya funciona todo a taxímetro), si lo encuentra; o dormir en un cajero que esté libre. Y cada vez que hay dos o tres días seguidos de fiesta el comercio chapa a cal y canto, lo que mola cantidad para el turista: puedo jurar que si voy a visitar dos o tres días una ciudad en que todas las tiendas están cerradas no vuelvo.
Tampoco es que nadie se vaya a perder mucho por retirarse temprano, que la cosa noctívaga en Bilbao sigue yendo a peor; y mientras los bares de día van brotando unos encima de otros, y algunos ya ofrecen mierda a dos duros para captar una clientela que por población y visitantes numéricamente no existe, la hostelería de noche clama al cielo; a ese cielo nocturno de Bilbao que nadie ve porque todos duermen, qué remedio.
Y nuestras oficinas turísticas venden el Guggenheim y el Casco Viejo, y hasta San Juan de Gaztelugatxe y Urdaibai… mientras zonas como Indautxu están dejadas de la mano de Dios, y de la de la Administración.
Se afirma desde BilbaoTurismo que se está consiguiendo que la gente venga, e incluso repita, a Bilbao Aste Nagusia. Nuestra Semana Grande. Ésa que se ha anunciado por el ancho mundo con un cartel en el que ni siquiera figuraba la palabra Bilbao, y que ha conseguido, una vez más, aparecer en titulares de la prensa nacional como ‘las fiestas marcadas por las agresiones sexuales’. La nacional y la de nuestros primos giputzis, que no pierden comba, y que me parece que ni siquiera habían borrado los titulares del año pasado. Tampoco es de extrañar, ahora que tenemos un sector militante empeñado en meter en el mismo saco el hecho de que te violen ocho sarracenos a punta de kalashnikov o que el aventado de turno te toque el culo en el fragor de la batalla fiestera y te diga «ojazos tienes, tía buena». Dar bombo a esto último y montar una concentración cada diez minutos para cortar el rollo de la juerga no me parece la mejor manera de venderse al turismo; pero los ‘expertos’ sabrán.
Y al hilo de las fiestas hay que decir que otro de nuestros grandes atractivos está de capa caída. O más bien de capote caído. Tenemos una plaza de toros de primera categoría, que habría que cuidar como a un hijo, porque aunque sólo se oferte durante las Corridas Generales pone a Bilbao en el mapa todo el año. Que los aficionados taurinos son muchos, y que una cosa es que no guste a unos y otra que haya que acabar con una clientela de gran poder adquisitivo y consumista. Pero, la verdad, no sé para qué se gastan la oposición protestante y todos los antitaurinos: como la gestión de la plaza siga así (este año me he comido tres tardes y me han comentado las demás) la siguiente manifa a las puertas de Vista Alegre vamos a protagonizarla los propios aficionados.
Y también está lo de los impuestos por ocupación de espacio público. El porcentaje de ocupación más alto en metros cuadrados cada vez que hay un acontecimiento popular se lo llevan el botellón y la manta. Lo de estos últimos ya es de pegada. Este año se ha confiscado en fiestas la mercancía a 50 manteros, de los cientos y cientos que ocupaban los espacios públicos e incluso flanqueaban las terrazas de los bares, incluida la de un amigo mío que me dijo que pagaba 1.800 euros (hay que vender sólo para cubrir eso, ¿eh?) por una docena de mesas de terraza durante Aste Nagusia. Y aunque el botellón masivo es más o menos puntual (eso sí: siempre cuando más afecta al consumo en hostelería), lo de la manta ya es todo el año, aunque en fiestas llegue a extremos en que hace casi imposible circular por las calles. Yo pensaba que el chiste bueno era lo de los negros en el lateral de El Corte Inglés, al abrigo del saledizo del propio edificio, tapando los escaparates y vendiendo bolsos, bisutería y foulards, que es justo lo que este centro vende según se entra por la puerta que está junto al ‘campamento’. Pero el otro día hubo una risa más gorda: había unos manteros vendiendo bolsos de imitación con la firma Michael Kors… en Moyúa, en la misma puerta de Michael Kors. Esta ciudad es un circo de muchas pistas.
Pero bienvenido sea el turismo de bermudas y chancleta, habida cuenta de que no podemos aspirar a mucho más. Hace poco tuve una pequeña bronca en un local de copas, todo glamour y elegancia, en el centrito mismo de Bilbao: a las doce y pico de la noche me chupó hasta la sangre por un gintonic -medianamente tirando a bien puesto, todo hay que decirlo- un camarero con pantalones cortos y camiseta. A veces se me cruzan los cables. «Oye, guapo: aquí hace calor para todos. ¿Tú estás viendo a algún cliente en chancletas o en traje de baño?». Ya me lo he apuntado para no volver en una buena temporada, o hasta que al tío se le olvide mi careto, por lo menos. Pero me quedé tan a gusto. Que hace ya tiempo que hemos confundido la ciudad señorial que fue Bilbao con un chiringuito de playa.
Y ya se está considerando la posibilidad de aplicar la ‘tasa turística’. Yo creo que aún estamos en un punto en que habría que hacerlo al revés: regalar un plus a todo visitante que venga aquí a pasar unos días. Eso sí: con la condición de que se lo gaste en hostelería y comercio legales, y no haga botellón o se lleve de souvenir un bolso de imitación de Michael Kors.
Post data: ¡Por fin llueve! ¡No me lo puedo creer! ¡Hola, Bilbao!