Si alguien me hubiera dicho hace unos años que Bilbao iba a poder permitirse el dudoso lujo de perder en menos de un mes el restaurante La Masía, el pub La Otxoa y el Café La Granja… me habría dado un ataque de risa. De risa incrédula, claro; pero ahí lo tienen. Por uno u otro motivo Don Diego y sus villanos galopamos de manera desbocada hacia la despersonalización total.
La Villa de nuestras glorias pasadas, tal y como muchos la hemos conocido, tiene los días contados. Bueno: ya ni contados. El mazazo de La Granja ha sido la última gota en desbordar un vaso que hace ya tiempo amenazaba con perder su capacidad.
Esto va cuesta abajo, marcha atrás y sin frenos; y sin remedio posible.
La caída en picado de lo que fueron una hostelería y un comercio florecientes en Bilbao comenzó hace años, con la norma aquella de los treinta y cinco metros, cuando, si había un bar en la acera de enfrente, te impedían abrir otro para hacer zona de ambiente; o poner en tu restaurante ni siquiera una pequeña barra para que los clientes esperaran tranquilamente tomándose un pote. Más de uno tuvo que chapar; y para cuando en las altas esferas se dieron cuenta de que aquello no tenía sentido para muchos ya era tarde. Llegó la moda del vecino, y ya lo más fashion era protestar por cada ruido, por cada pequeña molestia; y el vecino de las narices se convirtió en dueño y señor del negocio y del futuro de muchos. Mientras tanto, la ley antitabaco colaboraba haciendo estragos. Llegó el señor Bolkestein con su famosa directiva y los treinta y cinco metros (que me suena que llegaron a ser más de cien) se fueron a tomar vientos: te levantabas una mañana y te encontrabas tu local de toda la vida asfixiado entre una franquicia y un kebab, y con un chino enfrente; y ya prácticamente se podía montar un bar -como me dijo en una ocasión un amigo hostelero- «dentro de otro bar». Y la administración tomó a los ciegos como excusa para retirar mesas y taburetes de las puertas: ya no se podía tener ni un mísero macetero alegrando el panorama. Nos comió la peatonalización, con lo que muchas zonas de marcha se convirtieron en parques infantiles sin control, mientras los conductores lo tenían imposible para acercarse a los sitios (y no podían depender de un transporte público que sigue finalizando mucho antes de que la carroza de Cenicienta se convierta en calabaza), y decidieron ir a hacer sus compras a las grande superficies de las afueras, con parking, comida basura y todo lo que a uno le pueda pedir el cuerpo. Y la policía municipal se dedicaba a visitar locales con el aparatito de contar aforos, y el de medir decibelios, y el cronómetro que cantaba cuántos segundos pasaban de la hora del cierre. Y no hace tanto que un consejero del Gobierno Vasco pretendió que le aprobaran una ley por la que se prohibiera sacar el pote a la calle, al grito de «en Finlandia está prohibido y no pasa nada». (Por cierto: ¿alguien más está hasta el moño del maldito ejemplo finlandés? Porque digo yo que, teniendo en cuenta que los bilbainos nacemos donde nos da la gana, si todo fuera tan bonito como algunos lo pintan habríamos nacido en Helsinki). También avivó la llama el tema de la actualización de los alquileres; y si bien seré la última en querer despojar de su derecho a los propietarios, tengo que decir que hay gente muy insolidaria, que por querer sacarse una pastita de más obvia lo que se llama el bien común; y no es lo mismo exprimir, por ejemplo, a un banco que quiere establecerse en tu local (yo ahí apretaría las tuercas) que ponerle un alquiler de tres o cuatro mil euros a un bar o a una tienda de toda la vida (¿cuánto hay que vender sólo para pagarlo?); y la administración, o los grandes bancos, o las financieras, venden edificios históricos a grandes cadenas internacionales, para que se hagan con esa sabrosa tajada de mercado que deja fuera al pequeño comerciante, sin importarles que el comerciante en cuestión lleve toda una vida pagando impuestos, levantando esta ciudad e intentando de paso sobrevivir y dar de comer a sus hijos.
El ayuntamiento de Bilbao lleva muchos años dando bandazos en el tema de la hostelería y el comercio. «Como pollos sin cabeza», que diría el viejo Toshack.
Porque nadie se atreve a mover un dedo. Es más cómodo hacer la ola al poderoso caballero, vender edificios emblemáticos a grandes cadenas, dejar que se joda la pequeña empresa de toda la vida, sacar la pasta con jugosas multas al contribuyente legal, y perder el tiempo y los dineros públicos con tonterías que enaltecen la corrección política -esa imbecilidad de la que muchos estamos hartos-, en lugar de aplicar el sentido común al día a día y al desarrollo de una ciudad y a lo que de verdad importa. Y su gran excusa suele ser que la normativa europea dice…, que Bruselas ha dicho…, que este tema viene de ‘arriba’… Y esto no es cierto. Que yo sepa un consistorio local tiene absoluta potestad para modificar o cambiar un montón de normas y leyes circunscritas a su ámbito municipal. Y si esto no es así ya me contarán para qué estamos pagando a un alcalde, a mogollón de concejales, a tropecientos asesores y a tropecientos mil funcionarios. Si todo lo decide ‘Europa’… aquí algunos sobran.
Y como ya vamos sobrando, para qué vamos a intentar mantener nuestra idiosincrasia. Hay cosas que no tienen remedio. El propietario de La Masía, cuando vio que ese acercaba su jubilación, intentó traspasar el negocio para que no se perdiera: pero aquí, visto lo visto, nadie quiere marrrones. Lo de La Otxoa era inevitable: en su caso no existe el relevo generacional, y José Antonio es único e irrepetible, y se ha ganado a pulso un merecido descanso; pero, por si acaso, se va a vivir a Madrid. No me extraña. Estoy por pedirle que me haga un hueco en su casa. Y me parece que el momento es perfecto para que se le haga a La Otxoa un homenaje (que no se hará, porque Bilbao es como es) por sus sesenta años de dedicación a nuestra Villa, de que se ponga su nombre a una calle o, mejor aún, de que se ponga su nombre a esa Plaza Circular que perdió su circularidad en el enésimo despropósito urbanístico, y que acaba de dejar que, esta vez en manos de la especulación inmobiliaria, el café La Granja se vaya al cielo, a ese cielo en el que acaban todos nuestros desprotegidos establecimientos emblemáticos, a hacer compañía a su viejo colega el café Boulevard. Y a tantos otros.
A las instituciones se les llena la boca contando a la prensa que el aeropuerto de Loiu ha recibido este año no sé qué porcentaje más de turismo de negocios; que el Guggenheim ha batido récords en cifras de visitantes; que los hoteles (después de tirar precios, que es lo que va a tener que acabar haciendo todo el mundo) han llegado a una ocupación del 80 o 90% en determinadas fechas; que… Que alguien me cuente de qué sirve todo esto cuando ayer, sin ir más lejos, a la una de la tarde el Casco Viejo de Bilbao parecía una sucursal del desierto de Gobi, con los bares vacíos, las tiendas sin clientes y los pocos viandantes que lo pateaban mirando a su alrededor preguntándose perplejos si se habría decretado un toque de queda y no se habían enterado.
Una vez leí (no recuerdo dónde; y puedo asegurar que citaría al autor si la memoria no me hiciera tantas aguas) que «Bilbao era antes una ciudad gris llena de gente de colores; ahora es una ciudad de colores llena de gente gris«. La frase me impactó; pero peca de optimista: ya no está llena ni de gente gris ni de ningún otro tono.
Y mientras tanto hay quien nos va contando historias de colores para que olvidemos que el gris ya no está en los edificios, ni en aquel añorado cielo industrial contaminado, sino en nosotros mismos. Empezando por los que tienen la responsabilidad última -y primera- de todo ello.
2 Comments
Gracias por tus comentarios Eloisa. Un saludo
«Ahora mismo a mí Bilbao me amuerma, y muchas veces termino mirando escaparates por la Gran Vía. Igual, la edad tiene que ver algo con todo esto. Para mí el Bilbao de antes tenía más estímulos. Es una ciudad cada vez más satisfecha de si misma, la gente sólo te habla de lo bien que vive… Antes ni era tan limpia ni ordenada, pero era mucho más divertida… ya sé que soy un nostálgico. Las ciudades caóticas tienen más vida. Recuerdo un viaje que hice por los Estados Unidos en autobús durante cuatro meses. Cuando volvía de California, me di cuenta que algo me faltaba, algo echaba en falta. ¿Y qué era? La basura que se ve en cualquier rincón de Nueva York. La basura es vitalidad, es humanidad…»
Juan Carlos Eguillor Euskonews & Media 193. zbk (2002 / 12 / 20 – 2003 / 01 / 10)